Blanco y Negro
Viví en Estambul de mi infancia como las fotografías en blanco y negro, como un lugar en dos colores, oscuro y plomizo, y es así como recuerdo. Eso se debe en parte a que, a pesar de haber crecido en la penumbra triste de una casa-museo, era muy aficionado a los espacios interiores. Las calles, las avenidas y los barrios lejanos me parecían, como en las películas de gángsters en blanco y negro, lugares peligrosos. Siempre me ha gustado más el invierno que el verano en Estambul. Me gustan las noches que llegan temprano, los árboles sin hojas temblando al viento del nordeste, contemplar a la gente volviendo a casa a toda velocidad por los callejones con sus abrigos y chaquetas oscuras en los días que unen el otoño al invierno. Los muros de los viejos edificios de pisos y de las mansiones de madera derruidas alcanzan, gracias a la falta de cuidados y de pintura, un color específico de Estambul y me agradan mucho. El blanco y el negro de la gente que regresa a casa las tardes de invierno después de que caiga la oscuridad prematura despierta en mí la sensación de que pertenezco a esta ciudad, de que comparto algo con ellos. Siento como si la oscuridad de la noche fuera a cubrir la pobreza de la vida, las calles y los objetos, y que mientras respiramos tranquilos por fin en casa, en nuestros cuartos, en nuestras camas, nos entregaremos a sueños y fantasías hechos de las antiguas riquezas, las construcciones desaparecidas y las leyendas de ese Estambul ahora tan lejos. También me gustan las frías noches de invierno porque la oscuridad que desciende como un poema sobre los desiertos suburbios a pesar de las pálidas farolas, cubre la pobreza de esa ciudad de la que tan lejos estamos y que nos gustaría ocultar de la mirada de los extranjeros, de los occidentales.
(Orhan Pamuk -“Estambul. Ciudad y recuerdos”)